Autoadscripción y defensa del territorio

De vocación lector y paseante, he dedicado mi vida a ser escritor, periodista, publicista, activista, cocinero, gestor, promotor, diseñador y he sido o soy parte de varios colectivos, emprendimientos, compañías y organizaciones. En esta forma de vivir multidisciplinariamente, encuentro una constante, la comunicación. Atesoro las palabras sobre todas las cosas.
Desde ahí, desde la aspiración a la elocuencia para decirlo todo de una cierta forma, con un cierto tono, para llegar de forma única a cada persona, vivo cada día como si fuera el último. Decir lo más con lo menos, aprovechar al máximo posible cada palabra, tejer y deleitarse con el lenguaje como lo hacemos con los alimentos. Que el habla y la escritura sean el reflejo del pensamiento.
Los años me han enseñado –entre algunas otras lecciones– a identificar la sutil diferencia entre cooperar y colaborar. La primera está construida como un proceso de aportaciones desde lo individual para alcanzar un objetivo común. La segunda, más compleja, es la capacidad para alcanzar ese objetivo trabajando en conjunto, al ritmo del más lento, para –como decimos constantemente–, ir más lejos, a diferencia de quien viaja solo y quiere ir más rápido.
Desde esta plataforma he podido abordar un concepto y una práctica: la autoadscripción, y con ella, la defensa del territorio.

Reconozco varios territorios como parte de mi patrimonio, que me pertenecen y a los que pertenezco: la lengua, el conocimiento y la cultura en general, el cuerpo, la cocina, además de la tierra y sus recursos.
Reconozco también que la defensa de estos territorios me es indispensable para seguir viviendo. La renuncia a esta defensa es el desarraigo, físico, conceptual, emocional y espiritual. Es la renuncia a lo vivo.
Dejar de pertenecer es, en algún sentido, desasirse de la vida, vivir en el vacío. Reconozco que en ese vacío vive gran parte de la humanidad, principalmente la que se asienta en las ciudades. Han olvidado que pertenecen a la tierra, y por el contrario, sólo creen que la tierra les pertenece como una propiedad explotable, sin saber que son la ocasión de lo mismo que explotan, parafraseando a Sor Juana.
Este ejercicio ha sido el espejo humeante en el que me he visto reflejado los últimos años, y en el que reconozco claramente mis varias personalidades, las que viven en la confederación de las almas de la que me gusta hablar, como la reunión de distintos personajes que viven dentro de mí en un combate permanente por la hegemonía del yo: el escritor, el gestor, el periodista, el activista, el que avanza al ritmo del más lento y el que camina a largos trancos sin esperar a nadie. Todos distintos, en combate por su lugar en el mundo.
En esa conflagración vive el artista, individual y vanidoso, egocentrico y antropocentrista, que no reconoce más voz que la suya, que no acepta otra verdad que la que imagina como propia. Pero junto a él vive el activista, que se identifica con la comunidad en la que reside, y hace suyas las luchas de resistencia en defensa de derechos colectivos y bienes comunes. El que escucha.
El intercambio de información, posturas y visiones me han permitido identificar la herencia genética como un territorio, el de lo vivo, que es necesario defender en su complejidad frente a la voracidad del mercado que todo lo entiende como mercancía, para lo cual es necesario adoptar una postura, tomar posición en el mundo, autoadscribirse con claridad. Si la vida misma es el territorio que nos es común, su defensa es entonces y por definición una autoadscripción en sí misma.
Por eso me autoadscribo como un defensor del territorio, y reivindico las luchas de resistencia de las comunidades y los pueblos que siguen el principio básico de las 4 esquinas: el territorio, el sistema de cargos, el tequio y la asamblea. Y todo a partir de la comprensión de que la comunidad es primero, y el individuo después. No hay comunidad sin estos principios.


Hoy la Ciudad de México y el país en general, vive el embate despiadado del capital inmobiliario, y está en marcha, aquí y ahora, la consulta del Plan General de Desarrollo y su Programa de Ordenamiento Territorial. Están en juego varios derechos fundamentales y la pérdida de territorio, como la conversión del suelo de conservación (las reservas naturales) a suelo rural, un concepto ambiguo que permitirá la construcción de torres faraónicas en donde hasta hoy está prohibido. La población, en su gran mayoría, artistas, científicos, académicos, organizaciones sociales y políticas, estudiantes, no se dan por enterados, pese a todas las llamadas de auxilio que vienen, precisamente, de los pueblos. ¿Cómo se explica? Muy sencillo: El desarraigo es casi absoluto. No hay sentido de pertenencia ni a la tierra ni a comunidad alguna. Huérfanos de comunidad y desarraigados, todos somos deudores y clientes, urbanitas, cosmopolitas, ciudadanos del futuro.
Hace dos meses, en el sur de la ciudad, se inauguraba el Centro Comercial Mitikah, asociado al complejo residencial del mismo nombre, que fue levantado gracias a un dictamen emitido por la Secretaría de Pueblos Indígenas, que redujo el territorio del pueblo de Xoco a unas cuantas casas y calles, y lo transformó en “espacio geográfico”, en una operación siniestra para permitir a una inmobiliaria la construcción de una torre de 23 pisos que pone en crisis total a miles de pobladores de esa zona de la ciudad. Unos cuantos pobladores resistieron por meses, clamando ayuda a sus vecinos de toda la urbe, pero fue en vano. Sólo unos cuantos acudieron al llamado para gritar que el poder económico no puede seguir dictando el tipo de ciudad que queremos, la ciudad y sus habitantes no somos mercancías, y sostener lo contrario es atentar contra la vida. No hay vida posible sin un territorio. A eso se le conoce como vida artificial.


¿Qué ciudad queremos, qué desarrollo queremos? ¿Quién queremos que viva en la ciudad? ¿Ciudadanos o clientes y deudores? ¿Cuál es el territorio al que nos autoadscribimos?
El cruce entre arte y ciencia no puede florecer si no se da a partir de la defensa de un territorio, o de varios, como decía al inicio, físicos y simbólicos, la tierra, el cuerpo, la lengua, la cultura.
¿Para qué gestionar y producir proyectos que involucran a tantas personas, tantos conocimientos y saberes, tanto talento y esfuerzo, si no sirve para problematizar la realidad en la que vivimos y para transformarla?
Observar la coyuntura de la vida social sin participar activamente en ella, desde el arte o desde la ciencia, es un ejercicio onanista.
Esta es mi voz humana. Pero mi voz humana es sólo una entre todas las voces de lo vivo, y lo vivo se manifiesta con todo su poder a diario, y me asalta. No puedo cerrar los ojos, ni los oídos, no hay forma de evadirse. La vida me está gritando que no hay mañana, ni futuro, sólo existo hoy y hoy es todos los días.
Me autoadscribo a lo vivo, hoy, y lo defiendo, desde todas las personalidades que habitan en mí.
Santa María Tepepan, Xochimilco, diciembre de 2022.