Bidxáa, el sueño de la mutación


Bidxáa o “los que se transforman”. La sola palabra de origen zapoteca implica una sentencia y un ritual, una apología de la renovación. No hay vida sin cambio, no hay esperanza sin movimiento, si bien éste, por sí solo, no es garantía de beneficio. Bidxáa como juego, como sueño de lo imposible, como ejercicio de autopurificación. Bidxáa como tradición pero también como placer que se goza en cada acto de lo mutable.

La transformación de la energía es la base de la existencia, sin esta mudanza de fuerzas y contrarios no habría movimiento, y sin movimiento no hay vida. La ley de la física nos dice tajante: la materia es energía a baja velocidad, los cuerpos somos energía a baja velocidad. El placer es velocidad y energía. Frente a un axioma construido sobre la belleza de la contundencia, nos aventuramos a pensar en la mutación de la materia como en un juego donde la velocidad y el estruendo son en realidad una de las manifestaciones del Poder, poder para hacer, poder para gozar, poder para cambiar.

El mundo de los contrarios queda sintetizado en los bidxáa. La conversión es una técnica milenaria, no es una improvisada operación de aficionados. Los bidxáa como expertos en el viaje a lo desconocido, como guías, como faros en el reino de lo imposible, los nuevos guardianes del oráculo.

Oposición o yuxtaposición, operación de lo mutable ya no la piel sino su imagen, no es lo que vemos lo que nos inunda a simple vista sino lo que está detrás de los ojos, detrás del rostro, detrás de la piel, lo que subyace. El bidxáa está consciente de su diferencia. Ha dominado sus poderes y sus habilidades, es poseedor del arte de la ligereza, está hecho de movimiento. En sus manos la vida es un dado que gira interminable en busca del equilibrio. Es un heredero del manejo de los elementos.

Si el nahual es el doble, nuestro desdoblamiento, nuestra fuerza animal indestructible y sepultada por la razón, por nuestra (de)formación occidental, el bidxáa es un viajero por la esfera de la transformación. No
es casual que la mutación nazca a partir de una carga erótica o sexual, y no lo es porque toda energía en el mundo sale del mismo punto, de la atracción apasionada e incontrolable de los contrarios, los signos en rotación, los cuerpos en combate liberando chispas de energía al mínimo roce de sus bordes.

La idea del retorno se apodera del papel, y el origen es la meta, volver. Viaje a la semilla, reconocimiento de nuestra “animalidad” y de la “humanidad” que hay en el animal que somos todos los días. Bidxáa como sinónimo de adaptación y como promesa evolutiva. Revolución de los instintos.

Bidxáa como sinónimo de resistencia, pero también como el portador de un ancestral sistema de categorías y referencias para asir el mundo, para hablar de la vida y de la muerte, del placer de la luz y la oscuridad. El que se transforma a voluntad está llamado a ser el domesticador, el que domina.

El que cambia es también el que acecha. El arte del acecho está vinculado a la supervivencia, a la tarea del cazador y del que está marcado para la caza. Ante el invasor, los bidxáa son los que viven bajo una piel común y corriente, son los que se apropian de la máscara para protección, para ocultarse, pero bidxáa también es el que se muestra como es en realidad, el que se ofrece a plenitud en su dualidad, el que lleva en el rostro al mismo tiempo las fuerzas del día y de la noche.

Bidxáa o la capacidad para reinventarse a uno mismo, como un ejercicio de pureza, de limpieza espiritual y orgánica, como una práctica de defragmentación molecular que sirva como la posibilidad para una reestructuración del engranaje de la vida, pero también como una obligación frente a las fuerzas destructivas, frente al rechazo a “las diferencias”. Pienso en los bidxáa en grupos, reuniéndose a la orilla de los ríos, en lo
profundo de la selva para dar rienda suelta a su juego, los veo desplazarse como en sueños, ajenos a los problemas, sujetos a una ley orgánica y sobrenatural que los protege. Pienso en los bidxáa y pienso en Juchitán, saltan a la vista la comunión entre sus esencias, sus poderes y sus enigmas, sus aliados y sus fuerzas en combate, tierra cargada de energías en movimiento permanente.

No hay mejor definición para un artista que la imagen del bidxáa, el que domina sus poderes y la técnica, el que es capaz de transformarse a voluntad para ejercer con mayores libertades el juego de la creación, el que se lanza de lleno al abismo de los sentidos, el que se sumerge en su origen, en su semilla, el que sale vivo de sí mismo para seguir el camino, el que vuelve, recapitula y aprende. En su proceso de mutación, Cristian Pineda se mira en el espejo de los bidxáa para reconocerse.

En el I Ching, el libro chino de las mutaciones, la condición para acercarse al oráculo es la claridad: en la
limpieza de las preguntas está la transparencia de las respuestas, y éstas generalmente no están más lejos que en uno mismo. En sus preguntas, Cristian Pineda se responde conforme avanza en su transformación, ejecutando una danza malabar de ida y vuelta que no hace otra cosa que fortalecerlo en su ejercicio. Pertenece a los herederos de esta razón de ser, la de transformarse para sobrevivir.


 Bidxáa
Bitácora de la mutación
 
I
Amanecí con una pierna metida en la ventana.
No sé qué pudo ser lo que fraguó
dicho suceso.
Me duele un poco el tobillo,
como si algo me hubiera picado.
 Soñé con un árbol
y sus hojas,
era una higuera pero no era
una higuera cualquiera,
era un árbol de barro,
un enorme árbol de la vida.

2
Intento recordar el árbol y mi pierna en la ventana,
intento imaginar qué pudo suceder,
o es sólo que me estoy volviendo loco,
cayendo en mi propio cuento,
creyendo sin saber si lo que escribo
es producto de lo que veo
o viceversa,
si lo que veo es producto
de lo que sueño
y viceversa,
ií lo que digo
es producto de lo que escribo,
o viceversa.
Siento que un árbol me mira desde adentro.
 
3
Descubro que los días pasan
y mis uñas crecen lentamente,
están sucias,
que los oídos tienen grasa acumulada
y que no tengo ganas
de abrir la puerta del baño.
 Descubro que me transformo poco a poco
en un ermitaño silencioso.
 
4
Encontré en mi cabello rastros de barro.
No sé qué está pasando
pero me siento bien,
tranquilo, como si el árbol creciera dentro de mí
y me ayudara a llenar algunas grietas,
algunas heridas olvidadas.
 
5
Mis zapatos tienen tierra
y no sé cómo llegó ahí.
El sueño era nítido
y colorido, casi diría
creciente de follaje.
Era de noche y sin embargo la luz
dejaba percibir con claridad
cada detalle del árbol en crecimiento.
 
6
Ayer se fue mi sombra
y no soy el mismo desde entonces.
 Siento que he perdido un brazo o una pierna.
 Descubro que para girar la cabeza
debo mover los ojos primero,
para que entonces el cráneo
comienza un movimiento lento
y torpe de rotación.
 
7
Entiendo que el árbol y yo
somos lo mismo,
una materia organizada en capas,
en segmentos de vida
que nos rebasan.
 
8
Ahora siento que el aire, los muros,
la escalera, todas las ramas y las hojas
de ese árbol inmenso,
son algo más que reflejos de mi propio cuerpo,
y son mis piernas y sus pies,
y los dedos con las uñas llenas de tierra
una extensión fugaz
de esa materia que se expande
frente a mi ventana.

9
Van las palabras al aire
y el aire las enciende,
se vuelven hojas,
incendios del follaje;
ahora sé que soy
un árbol en camino,
una revolución en crecimiento.
 
10
Una palabra bastaría
para crear el árbol,
el giro de un báculo creciente,
un diapasón de gajos,
una palabra capaz
de sostenerse,
larga y sagaz
como la flecha.
 
11
Un árbol y sus sombras se arrojan a la casa,
asaltan las paredes.
Crecen en mí dragones vegetales,
entro a una dimensión frutal
como quien se interna en la sonrisa
de un niño de 4 años.
Y recuerdo a Oliverio,
en su Vuelo sin orillas:
“Abandone las sombras,
las espesas paredes,
los ruidos familiares,
la amistad de los libros,
el tabaco, las plumas,
los secos cielorasos;
para salir volando,
desesperadamente”.
 
12
El árbol,
el agua por la casa,
una silueta en el muro,
la pluma y el salitre,
una mirada,
un carnaval de luciérnagas.

Chapultepec, julio del 2003.