Cocina y autoadscripción


Ahí donde hemos perdido la batalla frente a la gentrificación o la destrucción de los bienes culturales tradicionales, primero en nuestras mentes, y después en nuestros cuerpos, permanece encendido el fuego de la resistencia gracias –y en buena medida–, a la comida, y aún más, a la cocina como acto y laboratorio, no sólo a los ingredientes, sino a su cultivo, a su combinación, al conocimiento de sus propiedades y a su permanencia como riqueza intangible, al conocimiento de la técnica, las herramientas, los utensilios, y primordialmente los y las protagonistas.

La gastronomía mexicana fue declarada por la UNESCO, en 2010, Patrimonio Cultural Intangible de la Humanidad. Esa declaratoria, antes que un reconocimiento o un premio, es un acto político, una iniciativa de protección, un posicionamiento global, la slow food como una autoadscripción.

El 80% de las semillas está en manos de cinco multinacionales. Patentar las semillas es algo que debería estar prohibido

Carlo Petrini, del Slow Food Movement

No es exagerado señalar que la cocina, ese acontecimiento, representa el centro de la resistencia a desaparecer de los conocimientos que aún perviven en los pueblos de México y el mundo, ante la destrucción anunciada y en marcha.

Los alimentos y su preparación son la base de la cultura y de la identidad, son la médula de la sociedad y la familia, la garantía de permanencia de la tribu, el triunfo más alto del colectivo.

Pero hay también cocinas globales, y cocinas locales. Quizá en la comida es donde más fácilmente podamos identificar el concepto de “nación”. Las naciones son aquellas que tienen culturas propias y únicas, cocinas particulares. Y pese a todo, seguimos pensando que la cocina es una sola, la puesta en escena del placer de comer. La mesa es eso, finalmente, una puesta en escena única cada vez que se produce, pero que busca siempre lo mismo, el placer máximo.

Por otro lado, como decíamos, no hay identidad nacional sin identidad alimentaria, no hay memoria colectiva sin memoria de los sabores y los olores de las cocinas de los pueblos. Porque ¿qué es la cocina de un pueblo, sino la suma de lo que produce o se produce en su territorio, más los talentos y conocimientos ancestrales de sus habitantes.


Es así como la cocina tradicional y las iniciativas para reconocerla, mapearla, reproducirla, en el sentido más amplio del término, son actos políticos de defensa desde la acción, son ejercicios de reconocimiento de las fortalezas y de la diversidad, como ejes de la riqueza local, y con ello de la riqueza global. Las cocinas de los pueblos son las cocinas de todos.

No está de más decir, tampoco, que el estudio y la conservación de las cocinas tradicionales, con todos sus componentes (ingredientes, herramientas, recetas y protagonistas), permiten conocer a profundidad el comportamiento de los pueblos, su vida social, económica y productiva.

Xochimilco, la comida como esencia de la autonomía

En nuestro caso, vivimos en Xochimilco, una población cuyos orígenes pueden rastrearse 1,500 años antes de Cristo, con los primeros pobladores del Valle de México. Los xochimilcas son anteriores a los aztecas, y por siglos han sido los proveedores de alimentos y agua del Valle de México.

Es en Xochimilco donde hemos aprendido a entender la importancia de los alimentos, de las bebidas, de la tierra y de las semillas. La semillas que se comercializan en México son, en más del 90%, importadas y acaparadas por empresas internacionales. Esa gran mayoría son semillas tratadas con agentes químicos diseñados para resistir cualquier plaga. Se llama Thiram. Pinta de rosa todas las semillas y destruye su identidad visual. Sólo algunas pocas se distribuyen sin ser tocadas por la mano del hombre. Otras pocas se recuperan directamente de las cosechas familiares.


Hasta hace muy pocos años, existía todavía en México una institución oficial en defensa de las semillas. Hoy ha desaparecido, y sólo quedan 3 o 4 Bancos de semillas, impulsados y defendidos por instituciones académicas. El Tratado de Libre Comercio de Norteamérica también acabó con la defensa de la semilla como el origen de la identidad.

Defender las semillas y las tradiciones de reproducción de las mismas, las técnicas, la memoria, es defender la vida como un derecho inalienable, incuestionable, frente al fenómeno generalizado de la privatización global de todo lo que exista, susceptible de ser tratado como mercancía.

La cocina, como efecto o causa de la comida, es también un acto de reivindicación de la relación que tenemos con la tierra, con el territorio, con la geografía y todas aquellas relaciones que hemos establecido con otros a partir del reconocimiento de nuestro origen común. Todos venimos de la tierra, del aire, del agua y del fuego, literalmente, somos los elementos combinados. Nuestra genética es la misma, y nuestra epigenética esta definida por la relación que hemos establecido con lo que nos rodea, pero no podemos entender lo que nos rodea como algo ajeno a nosotros, sino como eso que nos hace ser nosotros. Somos lo que nos rodea al tiempo que somos el centro alrededor del cual gira la vida.


Slow food, slow life, slow war… selfdefense

La comida es el acto más político que existe, señala Carlo Petrini, alzando de vez en cuando la mirada, que se clava de tanto en tanto en el plato donde nace y se deslava una montaña de pasta con bolognesa.

El mundo en el que vivimos se ancla en algo parecido a una cadena de producción que, en palabras muy simples, podría sintetizarse así: controlo tu educación, controlo tu mente (medios, entretenimiento), luego controlo tu cuerpo (cultura del deporte, entretenimiento, alimentación), luego lo enfermo (productos vs. alimentos o consumo vs. nutrición), luego lo diagnostico (sistema médico preventivo, incluyendo todo tipo de terapias para la mente y el cuerpo), luego pretendo curarlo cuando está enfermo (sistema médico global, público y privado), luego administro tu desenlace (iglesias y cultura de la muerte, cementerios, funerarias, etc.). Todo enmarcado en un sistema de “gestión de necesidades vs. soluciones”, llamado democracia sistema neoliberal-electoral, que administra la riqueza global, bajo un supuesto de “productividad + eficiencia = ganancia”. Tiene más quien aprovecha mejor y la competencia, no la convivencia. La autodestrucción del individuo como célula, programada. Los ciegos caminando hacia el abismo, donde el tuerto es rey, como decía Fuentes.


El modelo funciona a la perfección (hasta las fallas están calculadas), si consideramos a las personas en simultáneo como productos y clientes, como productores y consumidores al mismo tiempo, prisioneros y carceleros a la vez.

En cuanto alguien sale de esta ecuación en cualquiera de sus eslabones, para intentar siquiera construir otra forma de vida, es considerado un utopista, loco, demente, forajido, eremita, anarquista, y si logra organizarse en colectivo, puede ser considerado incluso como una amenaza. Los artistas sufren la misma descalificación en el fondo, tratan por todos los medios de vivir afuera de este perímetro de control.

La sola idea de la autonomía, el autogobierno, la autoarquía, la libertad, son ejemplos del sueño que subyace en la necesidad de romper la cadena que nos sujeta a la matriz de reproducción del modelo esclavista en el que vivimos y que parece (así nos lo han vendido) ser la única forma de vida posible para el sistema establecido.

A mí, en lo particular, me interesa esa batalla librada desde la cacerola, como un acontecimiento biopolítico, una conflagración donde está en juego la vida y la supervivencia de la especie. Cada plato, cada preparación, cada ingrediente, cada intentona de crear algo que nadie –tal vez– haya creado antes, a la caza del relámpago. La última cena del estratega. Vivir cada cena como como si fuera la última.



La mesa, entonces, como el gran mantel…

La cocina como la arena donde se libra un combate mortal, una defensa total de la torre.

con todo lo que sucede antes y después de ella, es el terreno –siempre en tiempo presente– donde podemos dar la madre de todas las batallas, el bien y el mal mirándose de frente, en cada bocado.

La comida, el producto, es poco o nada sin la cocina. La cocina, el laboratorio, la olla, la reflexión atrapada en el delirio de los olores, y la toma de posición, nuestra ubicación en el mapa de las coordenadas.