Cuando le vendes tu alma al smartphone


 Traté de dominar mis ansias por quitarme la ropa 
 y arrojarla al pavimento,
 desatar la furia del selfie desde los cuatro costados,
 pero no pude, 
 me contuve como se frenan los autos frente al semáforo,
 atormentado por una culpa naciente,
 encadenado a mi smartphone,
 endemoniadamente preso entre las redes del código…

 traté de abandonar sin éxito el wassap, 
 no escudriñar más el timeline del Twitter,
 pero no logré alejarme ni diez metros de su sombra acechante
 y regresé corriendo al frenesí del follower

 hice el esfuerzo de mi vida
 para cerrar mi cuenta del Facebook,
 clausuré de golpe los accesos a Pinterest, Vine y Timblr,
 para descubrir que
 siguen de cerca mis pasos aunque yo no quiera…

 traté de abandonarme otra vez frente al espejo del Instagram
 para tomar mi almuerzo desnudo, 
 pero me pareció peligroso, 
 más bien arriesgado 
 –nada relacionado con el pudor o la moral 
 o con el miedo simple y llano al voyeurismo ajeno–, 
 metí el smartphone al congelador,
 y lo dejé abrasado a la botella de Subrowka
 en un amasiato envidiable,
 traté de huir de su alcance, pero no pude,
 lo metí de nuevo en mi bolsillo,
 activé todas las alarmas, el GPS, las notificaciones, los datos móviles,
 encendí el auto
 y me lancé al camino sin rumbo fijo,
 a gran velocidad, siempre a gran velocidad…