Chilpachole de jaiba


Historia de una relación interespecie


COLABORACIÓN PARA LA REVISTA ESTE PAÍS

Como toda relación, la que establecemos con la comida (como sujeto) y con la cocina (como espacio de interacción), está sometida a un combate de fuerzas sin control, cuyos resultados pueden ser tan excepcionales como catastróficos.

Pocas veces nos detenemos a pensar que el solo hecho de “hablar” con los productos, acariciarlos y someterlos a la fuerza del cariño, en una auténtica y potente relación interespecie, puede ser la clave –la primera, al menos– para garantizar un resultado satisfactorio.

Y basta pensarlo un poco para concluir que, así como hablamos con las plantas para que crezcan mejor, para que florezcan, para que den lo mejor de sí, podemos hacer lo mismo con la cebolla, con el pescado que yace sobre la tabla de madera, o con el jitomate. Por qué no cantarle al apio y a la zanahoria, o tararearle con suavidad a los chiles guajillos, mientras retiramos venas y semillas para preparar una salsa.

El confinamiento me ha mostrado que la pausa es –más que necesaria– indispensable, si queremos construir relaciones sobre bases de respeto genuino. La prisa es nuestro mayor enemigo, y como he dicho en otra parte, el enemigo de mi enemigo no es mi amigo. La pausa consciente, la dilación deliberada, la desaceleración a voluntad, son la fase necesaria para alcanzar mejores estados de bienestar, tanto más cuando se trata de cocinar, pues aquello que consideramos un “avance”, un “logro” o una “tarea cumplida”, lo es sólo si fue producto de esa pausa intencional que nos permita convocar a las fuerzas del amor para la faena del proceso culinario.

Es un asunto de atención pero también –y sobre todo– de intención. Dedicar nuestra energía, dirigirla como lo hacemos al meditar, hacia los productos en bruto, antes de la preparación, puede marcar la diferencia. Esto es lo que he descubierto en un año de confinamiento. Con las plantas, con los animales, con mi familia por supuesto, pero sobre todo con las verduras, las frutas, las semillas y los chiles, con el pollo antes del caldo, con los mariscos al momento de lavar y enjuagar como si bañáramos a un bebé recién nacido; con las carnes y los pescados, con las especias, incluso con la vajilla y los utensilios de cocina. Hablarles y dedicarles canciones, rancheras o instrumentales, tienen un efecto indudable en el sabor que se alcanza al final de todo el proceso.

Es así como, luego de años de preparar el chilpachole de jaiba, acompañado casi siempre con camarón pacotilla y mejillones, en una sopa de jitomate, cebolla, epazote y una mezcla de chiles (guajillo, mulato, pasilla y ancho), previamente tostados, descubrí –porque eso es la cocina después de todo, hallazgo y sorpresa cuando menos lo esperas– que todo cambiaba si hablaba con la comida, antes de prepararla.

Tal como sucede con el Efecto “Zeno” –el cual explica cómo y por qué el átomo se comporta de distinta forma cuando es observado, que cuando no lo es–, el chilpachole escala de nivel si le hablas antes de prepararlo. Haz la prueba. Cántale a los ajos, mientras Pavarotti revienta la bocina con su “Caruso” y tú los tuestas sobre un comal en llamas. No sólo cortes el jitomate y la cebolla, tómalos con las manos y juega con ellos sobre la tabla, llevándolos de aquí para allá en una especie de calistenia necesaria, masajeando tersamente.

El proceso es simple, pero en los detalles habita un misterio que nos rebasa. Si el orden de los factores altera el producto en ciertas operaciones matemáticas, en la cocina esto no aplica si hay una intención declarada y toda la atención dispuesta sobre los ingredientes. Hay quien dice que primero hay que tostar las cebollas, los ajos y los jitomates, y luego los chiles, antes de colocarlo todo en una cazuela con poca agua, para que juntos se bañen en una orgía en ebullición. Pero está comprobado que no hay gran diferencia si alteras el orden en el proceso, lo importante es que les hables al oído, que susurres palabras mágicas mientras brincan y se retuercen en el comal, como si fueras un aprendiz de brujo.

Después, el tiempo es el guardián del resultado. No hay forma de tener un chilpachole de calidad en poco tiempo. Si de vivir una experiencia excepcional se trata, entonces requieres de una segunda vuelta al fuego. El recalentado permite que todos los componentes se entreguen, bajen la guardia y se sometan a la desaparición de su individualidad ante el conjunto (en favor del bien mayor). Esto no quiere decir que las piezas clave se pierdan en una masa sin forma. La jaiba mantendrá su esencia, desmenuzada pero firme, al igual que el camarón pacotilla, que habrá ejercitado la danza de la transmigración, soltando su esencia y absorbiendo la del caldo completo, mientras los mejillones seguirán ahí, con su media concha, llenándolo todo de sabor a fondo marino.



EL ORIGEN

La ruta es, entonces, la misma de siempre, pero las etapas hacen toda la diferencia. Del chilpachole podemos decir que ya Sahagún lo menciona entre salsas, sopas y moles, en su Historia General de las Cosas de la Nueva España, y no es reciente ni una novedad, la disputa sobre sus orígenes primigenios (Veracruz o Tamaulipas), o su supuesta cercanía (¿cuál?) con la sopa francesa de mariscos (soupe aux fruits de mer). Lo cierto es que en su receta original prehispánica, existe un elemento particular que le da otra vuelta de tuerca, la masa de maíz –como en otros moles–, para que espese y le imprima esa textura portentosa que lo hace casi un atole.

De sus beneficios, para la salud mental y física, no hay dudas ni disputas. Basta un plato –en condiciones normales– para sentir a Dios en tierra ajena. No se diga si el cuerpo se encuentra en ese estado frágil y vulnerable provocado por la cruda, o incluso de un simple gripa.  Aquí la receta, simple y sencilla:

Para 8 personas (si somos 2, siempre hay que pensar en el refill, como primera instancia, y en el recalentado que permita el doblete al día siguiente):

  • 1/2 kilo de jaiba desmenuzada
  • 1/2 kilo de camarón pacotilla
  • 1/2 kilo de mejillones en su concha
  • 8 jitomates medianos
  • 1 cebolla mediana
  • 6 dientes de ajo grandes
  • 4 chiles guajillo
  • 4 chiles pasilla
  • 4 chiles mulatos
  • 4 chiles anchos
  • 150 gramos de masa de maíz
  • Manojo de epazote
  • Sal y pimienta

PREPARACIÓN

  1. Música al gusto (hay que cantar siempre y acompañar a viva voz).
  2. Lavar, enjuagar y escurrir jaiba, camarón y mejillones.
  3. En un comal, tatemar jitomates, cebollas y ajos, lo más posible (de preferencia que ennegrezcan).
  4. En paralelo, tatemar los chiles sin venas ni semillas (en esta pandemia, he descubierto la ventaja de usar mascarilla en esta parte del proceso).
  5. Colocar jitomates, cebolla, ajos y chiles en una cacerola con un poco de agua, y hervir por 5 minutos.
  6. Después, molerlo todo en licuadora, agregando un poco de sal y pimienta.
  7. En una cacerola grande (el destino final de todo el chilpachole), donde quepan al menos 4 litros de agua, poner a fuego alto toda la preparación, cocinar por unos minutos y cuando comience a hervir agregar la jaiba, los camarones y los mejillones, sumando unas hojas de epazote. Agregar de 2 a 3 litros de agua. Remover constantemente pero con suavidad.
  8. Todo el proceso debe ir acompañado de cantos, bailes y caricias, explícitamente dedicados al chilpachole.
  9. De preferencia, beber uno o dos mezcales a lo largo de este ritual.
  10. Cuando todo esté hirviendo, bajar el fuego al mínimo y tapar la olla, cacerola o cazuela, y dejar cocinar por 1 hora, al menos, antes de apagar, destapar ligeramente y dejar reposar, de preferencia toda la tarde. Cuando esté tibio, tapar bien y meter al refrigerador, hasta el día siguiente.
  11. A la mañana siguiente, poner a hervir de nuevo, y cuando esté en plena ebullición, bajar al mínimo y agregar la masa de maíz bien desmenuzada. Remover constantemente. Dejar hervir una media hora y servir.
  12. Agregar limón (poco), y de preferencia, de salsa de habanero (apenas un toque).