ERNST SAEMISCH, pintor que oye…


¿Quién que vive en íntimo contacto con el orden más consumado
y la sabiduría divina, no se sentirá estimulado a las aspiraciones
más sublimes? ¿Quién no adorará al Arquitecto de todas estas cosas?

Copérnico

A diferencia del Gordo Artajo, en Los relámpagos de agosto, de Iberguengoitia, yo siempre he manejado mejor la pluma que la espada. Por eso he preferido escribir estas palabras, para que la memoria y la emoción no me traicionen.

Hace algunos años, durante una presentación, el novelista y poeta Álvaro Mutis comentaba que él prefería presentar los libros de otro modo, bajar del estrado y recorrer el espacio, entre las sillas, de pie, forzando a la audiencia a levantarse. Le gustaba, decía él, ir presentando el libro a la gente como si se tratara de un amigo íntimo.

La idea me pareció entonces, y todavía lo pienso, una genialidad, no sólo porque rompe con el protocolo casi académico de la idea de autoridad, sino porque es un acto vital de socialización, un intercambio en igualdad de condiciones, y por qué no, una fiesta. La fiesta, como decía Hakim Bey, es en sí mismo un acto de resistencia, y en estos tiempos, todo lo que hagamos para resistir es, en mi código de conducta, una prioridad.

Sobre Ernst Saemisch, como sucede con grandes artistas, siempre se podrá tejer más y más, sea a través de su historia personal, o a través de la historia de otros en su interacción, descubrir o construir nuevos puentes invisibles que permitan unir todos los puntos, como propone David Huerta, o reconstruir rutas, huellas y rastros, como evidencian todos los textos y sus autores y autoras.

Sin embargo, hay señales y signos constantes e inequívocos que saltan de las páginas, los comentarios y las reflexiones: por un lado la formidable, sólida, incuestionable, formación académica que sirvió de base para su posterior distancianciamiento e independencia, en la lógica de que para liberarse de ataduras o casillas primero hay que conocerlas, sufrirlas, dominarlas, incluso domesticarlas; y por el otro, su fascinación ritual por la vida y sus misterios, el viaje, el paseo, el conocimiento, idealmente expresados en el mundo natural, la naturaleza misma como ese universo que nos incluye, una verdad tan obvia que pasa inadvertida para casi todos.

Esta cualidad, justo en estos días, es la que más me llama la atención. Por azares del destino, he estado leyendo sobre las investigaciones de un psicólogo y neurofisiólogo mexicano, Jacobo Grinberg, para describir y demostrar diversas teorías que implican la relación entre lo que hoy se conoce como el campo cuántico, y lo que él llamó el campo neuronal, y cómo juntos, construyen la realidad en la que vivimos. Su teoría del campo unificado tiene otro nombre, la Teoría Sintérgica. Grinberg, y por eso lo traigo a colasión, es un experto en la investigación sobre la Conciencia. Su investigación sobre el Potencial Transferido, que es la capacidad de comunicación entre cerebros, como si se tratara de WiFi o Bluetooth, a principios de los años 90, es célebre. Y ahí es donde veo una intersección con la vida y obra de Saemisch, una capacidad para entender, desde la intuición, pero con toda la técnica de respaldo, las relaciones casi milagrosas entre unidades, seres, desde su intimidad más preciada. Ese orden íntimo que han buscado tantos, y sólo algunos han logrado ver y sumergirse en ella.

Entiendo a Saemisch como un hombre que adquirió el mayor conocimiento posible, a saber: entenderse (desde el reconocimiento de su propia conciencia) como parte de un todo, y buscar a toda costa alcanzar su esencia más íntima y profunda, la síntesis iluminada, decir lo más con lo menos, y vivir el momento de la comunión a perpetuidad. Estos términos arrastran consigo múltiples cargas, comunión, ritual, conciencia, iluminación, pero hoy más que nunca y gracias a la ciencia, podemos despojarlas de fanatismo, telarañas y dejar que la luz caiga sobre ellas. Veo a Saemisch, en ese sentido, como un iluminado, a la manera de Artaud o de Edward James, pero con la serenidad de quien alcanza estados alterados con la sola interacción con su entorno.

Leer este libro me ha permitido aproximarme al artista, más que a la obra, y me ha impreso una idea profunda que perfila a Saemisch como un Poeta, en toda la extensión de la palabra, es decir, un artista que lee en la naturaleza, que ve en la música, que escucha en las formas, que siente con los ojos, un dispositivo de carne y hueso de captación que transduce, es decir, capaz de captar una forma de energía y convertirla en otra: un alquimista. Y no me refiero a un Poeta que escribe poemas, únicamente, sino a un poeta que vive y convierte lo que hace en poesía.

Y no es sólo un recurso retórico, me parece que las reflexiones de Saemisch (recogidas por Gertrudis Zenzes) a las que se refiere Carlos Blas Galindo en su texto, dan cuenta de que estamos ante un Poeta que pinta, que dibuja, que escribe, que camina, que observa, que se cuestiona y sufre por no lograr todas las respuestas:

  1. “La primera: “Quiero simplemente lograr una mayor transparencia y, así, revelar la conjunción y el antagonismo de las fuerzas de la existencia”.
  2. La segunda: “Siento el impulso de llegar hasta el orden íntimo de las cosas, un orden anterior a toda estética, un orden relacionado con la genealogía del hombre”.
  3. La tercera: “No lograba avanzar porque estaba atado a una formulación estética, porque me constreñían ciertos ordenamientos y no tenía el valor o la fuerza de saltar a la incertidumbre tocada por la gracia de la locura. No había que buscar nuevas formas, sólo nuevos ritmos en la música de la locura. Elevarse sobre uno mismo, traspasarse, quién sabe hacia dónde…”

Parecen las palabras de Einstein, o de Freud, o de Mandlbroth. Todo en la búsqueda frenética del gran arquitecto y de las huellas de su obra en lo minúsculo.

La sola mención de “llegar hasta el orden íntimo de las cosas” nos lleva de un salto a Ponge, el poeta de la naturaleza que dedica su vida a esa búsqueda, o a Copérnico y su adoración por la sabiduría del arquitecto de todas las cosas, a Bataille, que identifica a la razón como un obstáculo para alcanzar el orden íntimo de las cosas, a Pessoa transmutado en Alberto Caeiro y su Guardador de rebaños, que se refiere constantemente a la “constitución íntima de las cosas”… No la rima, que es la forma, sino el ritmo, el orden íntimo, el pálpito, la vida abriéndose paso. “Elevarse sobre uno mismo, traspasarse”, dice Saemisch, pero abriendo la puerta a la incertidumbre, como apunta Huerta “quién sabe hacia dónde”.

Sus búsquedas diversas me llevan a pensar en el Poeta (el artista) que se introduce en todos los terrenos donde se anuncia un acontecimiento en ciernes: la filosofía, la ciencia, la cocina, el mercado, la calle, la selva, el río agitado, el estanque inmóvil pero bullente de vida… siempre listo a escuchar, a saber escuchar, para luego digerir, aprender, y finalmente devolver en un gesto de retribución, obras que siempre estarán en proceso, como la vida.

No puedo dejar de pensar en que Saemisch parece un hombre adelantado a su tiempo. Si hubiera vivido 50 años después imagino que estaría en el centro de procesos y proyectos colectivos y colaborativos con científicos e ingenieros, construyendo máquinas para escuchar la música de las piedras, dispositivos para observar y escuchar fotones, instrumentos musicales capaces de emitir notas y escalas distintas en una partitura dedicada al silencio.

Un innovador, dirían los entendidos. Un poeta, dirían los poetas. Un artista completo, dirían otros. ¿Un genio?, no lo sé. Intuyo que es algo que él desecharía por simplista, de acuerdo al perfil que se construye entre todas las voces que dan vida a este libro.

Un artista que deja atrás cualquier búsqueda de fama o reconocimiento, que bien podría abrazar esta premisa que le escuche a Minerva, mi mujer, hace unos días, y que está cambiando mi forma de ver y vivir la vida: “Como artista, sola, quizá pueda ir más rápido, pero juntos, podemos ir más lejos…”.

Pienso en Saemisch también como en un chamán, alguien que alcanzó estados alterados de conciencia, al entender el ritual como lo opuesto a la rutina. Cada movimiento, cada trazo, cada respiración, cada beso, cada caminata, como un acto único e irrepetible, poético por su potencial de ser en sí mismo principio y fin. Su vida y muerte en México solo confirmarían esta idea, abrazar como propio el grandioso conjunto de cosmogonías conviviendo y compartiendo dioses, sabores, ceremonias, artes y saberes, en donde la vida (la naturaleza y nosotros en ella) está en el centro de todo, y sin ella nada existe.

Imagino que a Saemisch le hubiera encantado leer investigaciones como las de David George Haskell, biólogo y ambientalista que publicó “En un metro de bosque”, donde registra su alucinante experiencia de observador empedernido en un metro cuadrado de bosque en Tennessee, o posteriormente “Las canciones de los árboles”, libro del 2017 donde Haskell aventura y demuestra que los árboles suenan distinto entre sí, tal como las aves, y más importante aún, no son individuos que compiten por existir, sino una red biológica diseñada para vivir en armonía: “desde un escarabajo masticando el interior de un árbol muerto hasta las olas que bañan las raíces de una palmera, la naturaleza habla constantemente, por encima o bajo tierra, utilizando sonidos, olores, señales y vibraciones. Son redes conectadas con todo ser viviente, incluido el ser humano”.

Pero lo más importante, creo, que resume esta idea de vivir en armonía con la red de relaciones que nos rodea y que percibo a lo largo del libro como una gran lección que encarna Ernesto, como lo llamaban su esposa y sus amigos, es la que se acerca a esta premisa de que no existe el individuo dentro de la biología, pues la unidad fundamental de la vida es la interconexión y la relación, pues sin ellas, no hay vida posible. Cuando pinta a la naturaleza, a la que ha escuchado previamente, se está pintando a si mismo. Qué bella imagen: Podríamos ver parte de su obra como un gran y continuo autoretrato.

Entiendo esta presentación como un acto de introducción al libro donde se escuchan muchas voces sobre Ernst Saemisch, algunas plasmadas en las palabras mismas de sus autores y autoras, pero mucho más allá, las voces y las palabras de otras personas que se filtran, se cuelan, se entrelazan, construye en sí mismas una red de relaciones. Entre ellas, como refiere David Huerta en su bellísimo texto de entrada, la palabra predilecta de Cezanne: “realizar”… y aún más, dice David, “realizar la realidad”.

Y estas pocas palabras y todo lo que implican, me llevan de nuevo a Jacobo Grinberg, quien creara el hoy desaparecido Instituto Nacional de Estudios de la Conciencia, en la UNAM, y desde sus laboratorios describió con décadas de adelanto la interrelación entre el campo neuronal y el campo cuántico, para darle sentido a una realidad explicada por los antiguos con simples palabras: todos somos parte de lo mismo, somos lo mismo, estamos hechos de lo mismo, y cuando nos damos cuenta de esto con total profundidad y humildad, entonces todo cobra la misma relevancia y se vuelve único e irrepetible, cobramos conciencia, y entones somos capaces de realizar la realidad, como la hacía Saemisch.

En ese gran laboratorio de experimentación que fue la segunda mitad del siglo XX, con la primera y deliberada gran transfusión intercontinental de ideas, culturas, artes, conocimientos y saberes, es difícil no soñar con haber vivido esa época, y es difícil no sentir de entrada una gran felicidad de que exista un libro como éste, donde podemos mirar al personaje como un protagonista de una microhistoria deslumbrante y formidable, como lo es la vida misma de un escarabajo alimentándose de un árbol, que a su vez se alimenta de otros árboles con los que conversa diariamente, compartiendo la vida, la luz, el agua y el silencio.

Por si todo esto fuera poco, tengo que agradecerle a Ernesto Saemishc, sin haberlo conocido personalmente (como creo le agradecemos algunas perasonas que están hoy aquí) que haya construido una de sus casas en lo alto de Contreras, y a Gertrudis, Canek y a la escultora Adriana Remus, que nos hayan rentado a ciegas un pequeño espacio en esa casa faro, desde donde un grupo de amigos tuvimos oportunidad de volver a ser niños a nuestros veinte años, para jugar y correr, saltar y delirar en el Bosque de los Dinamos por casi dos años, abrevando de todo esto que he dicho, intuyéndolo pero sin saberlo del todo.

Imagino a Ernest Saemisch como uno de esos grandes y sabios árboles que cantan en los Dinamos, pero que solo pueden ser escuchados por otros árboles, capaces de saber escuchar, en una convivencia que no conoce la competencia, donde la vida y la muerte son sólo dos estancias en nuestro viaje en común.

Tepepan, 27 de junio de 2019