La olla solar


El diablo está en los detalles–, dice Martina como si estuviera acompañada, con una ligera sonrisa que comenzaba a dibujarse en su rostro casi negro, antes de salir de la habitación sin puertas ni ventanas, meneando las caderas como si el diablo estuviera más bien en otra parte, debajo de su falda, jugando a las escondidas.

El viento sale de la habitación detrás de ella, agotado por el calor que parece fundir la herrería de las ventanas sin vidrios, porque puede no haber cristales ni puertas, incluso tramos de techo en algunas partes de la casa, pero no falta herrería empotrada por todas partes para ahuyentar las tentaciones de entrar a robar algo que pudiera tener valor, sin que se pueda identificar todavía qué puede tener valor en esa caja a medio terminar.
El sol cae a plomo sobre la tierra, desprendiéndose del cielo azul como si se derritiera.

Martina camina hacia el mercado de Santa Lorna para adquirir algunas cosas básicas para preparar el caldo de la semana.

Hay ingredientes mínimos –piensa y se pregunta, cada lunes más o menos a la misma hora–, cuáles son los componentes esenciales para preparar un buen caldo, las piezas de un rompecabezas con las que puedes medio engañar al paladar y al estómago, al olfato, incluso a la mirada más curiosa.

Cebollas, ajos, chile pasilla o ancho o mulato, papas, un poco de pimienta, ahhh, la pimienta, epazote, cilantro y hierbabuena, unas cuantas pimientas gordas, sal de grano, diez gramos de achiote si encontraba ese puesto ambulante que lo vende a granel –no por cajita–, una ramita de romero seco, un buen trozo de manteca de cerdo, de la amarilla, no la blanca, porque ésa es solo cebo, cuatro o cinco calabazas y otro tanto de zanahorias, para darle calor y peso al caldo, un chayote o un nabo, tres jitomates, y por supuesto, todos los huesos de pollo y res que pudiera reunir en cada puesto, rabadilla, pescuezo, patitas, alitas, pellejos, cartílagos, un trozo de carne abandonado por ahí; un buen caldo, pues, que preparaba en el perol azul que había rescatado del basurero de San Solera. Un buen caldo–pensó de nuevo–, ya con todos los ingredientes en la mano, algunos incluso levantados del suelo o de los botes de basura, casi todos regalados por las marchantas que conocen a Martina desde siempre y que conocen el ritual que opera todos los lunes en su casa, beneficiando a cuanto hijo de nadie pasa por su casa.



Lo más caro, siempre, la pimienta negra, no por nada ha sido siempre moneda de cambio para operaciones de todo tipo, trueques, negocios sucios, intercambios, pero ésa la recibía como regalo de cumpleaños de uno de sus hijos, un par de kilos que le traía desde México, de la Central de Abastos. La guardaba con más cuidado que el dinero, cuando había, en un frasco de vidrio y luego dentro de una caja de madera, todo metido bajo tierra, hasta el fondo de un pozo que había detrás de la casa. El tesoro, su más preciado bien, pimienta negra entera, fresca.

El arte de un buen caldo –se dijo en voz baja pero claramente–, está en el fuego y en el tiempo que le destinas a la faena. Como cada lunes al mediodía, a pleno sol, Martina monta su cocina solar, la que le obsequiaron en Ciudad Hidalgo cuando los terremotos, cuando había ido a visitar a su tía y le tocó –justo el día que llegó– que la tierra se sacudiera sin parar, y luego repetidamente hasta tirar casi todas las construcciones, incluida la de su tía. Dos días después salió a buscar agua potable y se topó de casualidad con un grupo de mujeres reunidas alrededor de una camioneta con la cajuela destapada, donde un par de jovencitas explicaban cómo se podía cocinar sin gas, ni leña ni electricidad, con la pura energía del señor sol, gracias a un sistema que le llaman la Olla Solar, algo parecido a una flor con pétalos de lámina de aluminio o de un metal brillante, que cuando pones tu olla en el centro se calienta igual que si estuviera sobre fuego directo, así de caliente. No lo creyó al principio, pero cuando le pasaron el plato de frijoles con puerco, todo cocinado en una de esas ollas, se quedó fría –ja, pensó, fría, como si el frío fuera un concepto común en medio de esa tierra recocida por el sol–, y preguntó cuánto costaban esas ollas, y su sorpresa pasó a un júbilo sin adjetivos cuando le regalaron su flor de lámina de aluminio, y le explicaron que no tenían ollas para regalar, pero que funcionaba con lo que fuera, cazuelas de barro, peltre, acero, hierro forjado, lo que fuera. Lo importante era la flor de lámina que recibía el calor y lo distribuía hasta el centro, debajo de las ollas. Encontrar el perol de lámina azul, semidestruido, fue sólo la gota que derramó el vaso para se pusiera manos a la obra a cocinar con ayuda del señor sol.

El calor aumenta, son las 12 de día y Martina tiene todo listo sobre una mesita que acomoda a unos metros de la casa, con vista al mar. Sin un peso en la bolsa, lo único que tiene son sus cigarrillos, la botellita de mezcal que le intercambia don Severiano cada martes por una ración de ese mismo caldo que va a preparar en unos minutos, y esa vista al mar que no tiene ni Obama, como dicen que dicen del presidente negro del gabacho, ese que fue o es el hombre más poderoso de la tierra, un negro, ja, el más poderoso, faltaba más.



Como si se tratara de una operación quirúrgica, Martina orquesta su magia y da rienda suelta a sus poderes: La flor de metal desplegada como una sonda espacial sobre tabiques semidestruidos, calentándose de a madres y a gran velocidad, y encima el perol azul al que le va sumando, primero y como corresponde, la manteca de cerdo, luego las cebollas en cuadros grandes, casi de inmediato los ajos picados lo más posible para que se disuelvan con el paso de las horas, luego los chiles para que se frían un minuto o dos, y después los benditos y jugosos huesos, todos los huesos y pellejos y cartílagos y trozos de grasa bien lavados y enjuagados, con suerte un pedazo de carne, bien picado, para que se doren un poco y algunos incluso se rosticen y puedan comerse fácilmente cuando todo esté listo…

Después las papas, en cubos, lo más uniformes que se puedan, del tamaño de un diente de ajo, para no tener que cortar nada y que quepa en cualquier cuchara y en cualquier boca, igual que las zanahorias y las calabazas. Agregar el cilantro y la hierbabuena y reservar el epazote, ese va casi al final, para que no se pierda su aroma.

Con una pala de madera que se fabricó de un arbusto arrancado, Martina le da varias vueltas a esa maraña de ingredientes, antes de comenzar a poner el eslabón faltante en esta ecuación, el agua. De un tinaco que está junto a la casa, Martina tiene dispuestas 2 jarras de plástico de 3 litros, prestas para saltar al vacío. La suma de los factores se completa, y Martina mueve satisfecha esa pala de madera, como si dirigiera una orquesta que más bien baila en el centro de una flor metálica de plata reluciente, en una coreografía que celebra el calor y el sol y la luz y…

Después de 10 minutos en que el calor de la olla parece subir sin límites, Martina aplica la técnica que le mostraron aquella tarde en Ciudad Hidalgo. Para disminuir el calor, la flor de metal puede abrirse o cerrarse al gusto, un sueño hecho realidad. Uno pensaría que mientras más cerrada más caliente, para que sol sol caiga como si hubiera una lupa entre sus rayos y la olla, pero no, es justo al revés, porque lo importante es cuánto sol toca esa lámina plateada, cuánto calor puede absorber para mandarlo hacia el centro de la flor, debajo de la olla. Como si se tratara de una llave mágica, con su palo de madera y sin tocarla, Martina cierra los pétalos de la flor metálica y el calor disminuye, no mucho en realidad, porque estamos bajo un sol que puede derretir metal, quizá cercano a los 40 grados, mientras lo que sucede en la olla es casi como un infierno.

En cuestión de dos o tres minutos, Martina debe agregar el resto de los ingredientes, el epazote, dejando la sal hasta el final, de la que Martina posee toneladas, como le gusta decir, porque sólo tiene que ir un par de veces a la semana hasta la playa, recoger una cubeta de agua y llevarla de regreso a la casa, dejarla a la intemperie todo un día, y al siguiente raspar la sal que queda en el fondo de la cubeta, así, sin más.



Martina se acomoda en la hamaca que está a unos metros, enciende un cigarrillo, le da una larga pitada, arroja el humo despacio, varias veces, hasta que siente que ha salido por completo, y vuelve a jalar, para soltarlo todo de un golpe. Es su forma de jugar, disfrutar el momento. Mira hacia el mar, se mece un poco en la hamaca pero todavía sentada, sin dejarse ir, sabe que la olla no puede quedarse mucho tiempo más debajo de ese sol despiadado. Martina tiene casi 70 años. Desde que comenzó con la olla solar supo que no podría moverla una vez que estuviera listo el caldo, le pasó la primera vez pero nunca más, y lleva más de 30 preparaciones desde entonces. Ahora lo que hace es ponerle una tabla encima, para que el sol ya no le pegue a la flor metálica, y espera a que llegue Severiano o Felipe, o cualquiera de los muchachos que pasan por su plato de caldo, y con los que intercambia cigarrillos, mota, aguardiente, o simplemente faenas, como que le traigan agua fresca del río que está a un kilómetro de distancia, para rellenar el tinaco del que se abastece.

Como si tuviera un reloj (que no tiene), aparece Felipe, el peón que trabaja en el pueblo y que vive cerca de la playa. Martina no tiene que hacer nada más. Felipe toma dos palos de madera y con ellos levanta el perol de sus jaretas para ponerlo directamente sobre la tierra, para que comience a enfriarse, y lo destapa ligeramente, como le enseñó Martina hace algunos meses, para que el aroma no se encierre y no amargue el caldo.

–Échale un puño de sal–, le dice Martina, sin dejar de mirar hacia el mar. Felipe obedece y mueve un poco con la pala de madera.

Se acerca para recibir el vapor de lleno, y sus ojos se encienden de placer, la sonrisa lo dice todo. Se levanta, saca sus Delicados sin filtro, enciende uno y mira intermitente a Martina y al mar, sin saber a cuál le siente más lealtad. Fuma en silencio, ese silencio cómplice y dulce que comparte con Martina, disfrutando ese ligero viento que comienza a soplar desde el Oeste y que trae otros aromas consigo. Fuma y sin pensarlo dos veces toma dos cubetas y un bidón vacío, y se lanza hacia el río para cumplir con su parte del trato. Qué buen trato, piensa.

–El diablo está en los detalles–, escucha que le dice Martina antes de avanzar hacia el río. No entiende qué significa, pero suena bien. –Ya me cuentas que chingados quiere decir eso–, le responde Felipe –imaginando al Diablo, rojo como el óxido bajo el sol inclemente, caminando entre las cañas del otro lado de la carretera, sonriente–, aunque Martina casi no lo escucha. Antes, ha dejado sobre la mesa una cajetilla de Delicados sin filtro, un paquete con café, y una bolsita con mota, como una ofrenda a la amistad. El intercambio es la base de una relación que tiene futuro –piensa de pronto y se sorprende con sus propios pensamientos.

Martina sigue fumando y toma un largo trago de agua fresca de un vaso de plástico, directa del tinaco, ya recostada, mientras comienza a forjar un cigarro de mota. El mar se detiene por unos segundos, y no se escucha nada, salvo el silencio acariciando las palmeras que bailan a lo lejos. Martina no tiene cerillos. Espera a Felipe, satisfecha. La felicidad debe ser algo como lo que está sintiendo.