Sombras en la casa


 Una mano de humo
 entra a la casa,
 la brasa del cigarro
 se estremece.

 Sobre la silla descansa
 mi sombra. 
 El peso de mis huesos
 acaba por vencer el paso del tiempo.

 Entre la madera y el mimbre tiene lugar
 un alboroto de termitas.

 Una sombra se abraza a los cristales,
 largamente me mira desde su semblante.
 Saltan las persianas y las sombras
 en una danza que fascina…

 Y una parvada de risas cruza el aire.

 El timbre del teléfono se funde con el jaleo de las aves.

 Primero tenue,
 el trazo va tomando peso,
 se aprecia con claridad el dibujo de una jarra.

 El trazo se posa sobre un papel mojado,
 la ventana deja de ser la encrucijada:
 Un hilo de tinta surca la blancura.

 El jardín de las palabras se desborda hacia los lindes del papel.
 Y así como llega,
 se va.

 La tempestad está en la sangre
 y en la garganta del árbol,
 en la ventana que no conoce límites.

 Suben las sombras por las paredes y desaparecen,
 saltan sobre un mueble y me provocan,
 caen sobre la mesa y la madera cruje.

 No pasa mayor cosa que el tiempo.

 Los ojos quietos en su latido,
 atentos a cualquier suceso.

 Algo saben esas sombras sobre perfiles y mapas.
 Hablo de una ventana en particular,
 un muro de agua,
 cuarenta y dos mares interiores
 y algunos arrecifes de papel.

 Hablo del agua también,
 de sus procesos de agitación y muerte,
 la nombro como quien desmenuza
 el cadáver exquisito de una nuez.

 Sigo pensando en la ventana y en el árbol,
 en lo dicho y en lo que la imaginación ha sugerido:
 el árbol atravesando el aire frente a los cristales,
 el aire atravesado por un medallón de luz.

 Abro la ventana y la luz de abril se clava en mi costado.
 En un rincón del cuarto, cocida por el calor,
 una manzana verde me provoca.

 El peso de la tarde cabalga sobre mis ojos.
 No me obedecen más las sombras de mis pasos.
 Un sueño sin nombre se adivina
 en la corriente del río que cruza la madera.

 La ventana separándome del mundo.

 Sitiado en la hoja,
 un cigarrillo se columpia en su propia muerte.
 El garigol del humo le otorga un aire de importancia,
 eufórico se mece y en su baile la brasa lo sorprende,
 lo devasta.

 Una brisa sin origen esparce la visión.