Obertura de las gambas


 Cumplí setenta años hace tres días y debo decir que no todo ha sido inútil…
 Soy un escritor novato, 
 un cocinero novato, 
 un esposo novato, 
 un hombre novato.

 Tengo, hasta esta mañana, un solo hijo, 
 pero no descarto algún encuentro casual 
 que pudiera rendir frutos inesperados.

 Quise escribir de árboles y de gente, 
 de ramas abriéndose, surcando el horizonte, 
 de hazañas con nombre y apellido.
 Quise alabar el amor que brota como la hierba y se desborda sin destino, 
 quise decir que el cielo abraza todo lo dicho, 
 y fue inútil…  
 nada pareció tener suficiente valor:
 el árbol mantuvo su ascenso sin mi ayuda, 
 las piedras continuaron su diálogo sin pausa,
 el aire, la luz, las nubes, 
 la plaza y su barullo siguieron en movimiento, 
 sin que mi voz tuviera impacto alguno.

 Fue entonces que decidí volver a mi faena:
 a la cocina, a las planchas y a las ollas, 
 recordé que la vida, la mía, la que cultivo desde hace 70 años, 
 es una mezcla serena de alcoholes y de aceites, 
 de especias y de jugos en reposo:
 poca violencia, pocos arrebatos, 
 algo de pasmo y mucha, eso sí, mucha embriaguez.

 Quise decirlo todo con palabras revestidas de acero inoxidable pero fue inútil, 
 la cocina reclamó mi espíritu como un demonio reclama su presa más querida.
 Quise decir las cosas que me gustan con las palabras de siempre, y de nuevo, 
 esas palabras me llevaron de vuelta a las sartenes,
 abiertas en sinfonía, 
 una verbena de metales y de humo…
 
 Descubrí, poco a poco, las líneas de una partitura hasta entonces invisible:
 Casi un misterio por revelarse, una cartografía de la gula.
 Pude observar la tierna languidez del callo de hacha,
 abierto como una interrogante,
 atestiguar la lenta pero constante construcción de odas y de salmos, 
 de rezos al bagre, a la sardina,
 a las almejas que agonizan hundidas en sus meditaciones.

 Y así, con el paso de los años, he sido testigo de la morbosa ansiedad
 que provoca el aleteo de un pargo abierto en mariposa,
 el crujiente arrebato de las gambas ante la danza de la muerte.

 Quise elevar una plegaria, más bien corta, fría,
 para el aceite de linaza, que se derrama lúbrico y perezoso 
 frente al bostezo de las papas…

 Pero dejemos el pasado,
 quiero hablar aquí y ahora de la cocina, 
 de sus rincones grasientos y manchados de sangre y de salitre, 
 de sus enseres menores, 
 de aquellas latas y tambos empotrados en la memoria,
 de la tibia mañana que se aprieta contra las puertas,
 del modesto timbre de una taza de peltre cuando la golpeas con ligereza…

 Ni qué decir de las minúsculas bestias que se relamen en la sombra, 
 de los bichos orillados a vivir en los confines del muro, 
 expectantes, alimentando su espera con humo, 
 soñando con un banquete de sobras.

 Alzo mi copa por las tablas de madera, 
 por el ansia que las consume antes de la decapitación,
 por ésa, su decidida entrega hacia el taconeo y el aplauso fácil, 
 por su lugar común en las repisas…

 Quiero llamar la atención severamente, sin embargo,
 a quienes invocan a la prisa, 
 ese lastre que se extiende por los pasillos 
 enturbiando y arruinándolo todo,
 la prisa como un fardo,
 estéril, la prisa inútil…

 Y estoy en desacuerdo, 
 de quienes atacan burdamente a la grasa saturada,
 al escurrido emblema que nos brinda paz en horas difíciles.
 Alzo mi copa y con ella lanzo una plegaria:
 Azafrán nuestro que estás en el frasco,
 Saturado sea tu nombre de azufre y esplendores,
 Bríndanos una faena llena de orlas y volutas,
 Que tu cuerpo delgado y frágil se hunda hasta los bordes
 En carnes y pescados, en este arroz tímido que no conoce el descanso.

 Tuyo es el reino del aroma y nuestros los frutos del placer.
 Tíñenos de rojo y amarillo y danos hoy lo que no tendremos mañana…
 Rápido corren los nabos en silencio, 
 en una cabalgata suicida 
 hacia las ollas que aplauden histéricas sobre las brasas…

 Quise decirle algo a las lechugas, algo sobre su pálida existencia,
 que se abrieran un poco más, que se extendieran por los platos,
 que derramaran sus olanes hasta cubrirlo todo con esa tersa melancolía, 
 pero no tuve el coraje…

 Es un asunto de coraje, ahora lo sé, de brío, de agallas, 
 no digo de huevos porque sería inapropiado…
 Es un asunto de aplomo esto de hablarle de frente a la comida, 
 de parecer un loco tarareando frente al muro,
 de insultar a la cristalería por su delicadeza sin límite.

 Me armo de valor para atacar una pierna de cerdo, 
 me armo hasta los dientes 
 con un cortejo de palas y cuchillos, 
 un hacha recién afilada, un trinche y un par de estacas… 
 pareciera que me apresto a cazar vampiros.

 Alzo mi vaso lleno hacia el vacío… 
 y pienso… 
 con el vaso lleno… ¿lleno?
 ¿Quién dijo aquello de que el vaso está medio lleno o medio vacío?
 El vaso siempre está vacío, 
 su vocación es noble pero estéril, 
 nació para llenarse y ser, entonces sí, 
 un propósito en sí mismo, 
 el vaso como promesa,
 el vaso depósito, 
 el vaso abismo, 
 el vaso futuro, 
 el vaso delirio